El Papa a una delegación de deportistas italianos

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI A LA DELEGACIÓN DEL COMITÉ OLÍMPICO NACIONAL ITALIANO  (C.O.N.I.)

17 diciembre 2012

Queridos amigos: 

Es para mí una alegría recibiros a vosotros, Dirigentes del Comité Olímpico Nacional Italiano y sobre todo a vosotros, atletas que habéis representado a Italia en las recientes Olimpíadas de Londres. Os saludo cordialmente, comenzando por el Presidente del CONI, Dr. Giovanni Petrucci, a quien agradezco sus palabras, bellas y convincentes, que me ha dirigido a nombre de todos. El verano pasado habéis participado en el mayor acontecimiento deportivo internacional: los Juegos Olímpicos. En ese escenario os habéis confrontado con otros atletas procedentes de casi todos los países del mundo. Os habéis desafiado en el terreno de la competición y de las habilidades técnicas, y más todavía en el de las cualidades humanas, desplegando vuestras dotes y vuestra capacidad, adquiridas con el esfuerzo y el rigor en la preparación, la constancia en el entrenamiento, la conciencia de vuestras limitaciones. Alejados de los reflectores, os habéis sometido a una dura disciplina y algunos de vosotros han visto después reconocido el valor alcanzado. Me parece que en Londres habéis conquistado 28 medallas, de las que 8 son de oro. Pero a vosotros atletas no se os pide sólo competir y obtener resultados. Toda actividad deportiva, ya sea diletante o de competición, exige la lealtad en la competición, el respeto del propio cuerpo, el sentido de la solidaridad y del altruismo, y después también la alegría, la satisfacción y la fiesta. Todo eso presupone un camino de auténtica maduración humana, a base de renuncia, de tenacidad, de paciencia y sobre todo de humildad que no recibe aplausos, pero que es el secreto de la victoria.

Un deporte que quiera tener un sentido para quien lo practica, tiene que estar siempre al servicio de la persona. Lo que está en juego no es sólo el respeto de las reglas, sino la visión del hombre, del hombre que hace deporte y que, al mismo tiempo, tiene necesidad de educación, de espiritualidad y de valores trascendentes. El deporte, en efecto, es un bien educativo y cultural, capaz de revelar al hombre a sí mismo y acercarlo a comprender el valor profundo de su vida. El Concilio Ecuménico Vaticano II, habla del deporte en la constitución pastoral Gaudium et spes, en el contexto amplio de las relaciones entre la Iglesia y el mundo contemporáneo, y lo coloca en el sector de la cultura, es decir, en el ámbito en el que se revela la capacidad interpretativa de la vida, de la persona y de las relaciones. El Concilio desea que el deporte contribuya a afinar el espíritu del hombre, permita a las personas enriquecerse con el conocimiento recíproco, ayude a mantener el equilibrio de la personalidad, favorezca las relaciones fraternas entre los hombres de todas las condiciones, de naciones y estirpes diversas (cfr n. 61). En definitiva, una cultura del deporte fundada sobre el primado de la persona humana; un deporte al servicio del hombre y no el hombre al servicio del deporte.

La Iglesia se interesa por el deporte porque lleva en su corazón la suerte del hombre, de todo el hombre, y reconoce que la actividad deportiva incide sobre la educación, la formación de la persona, sobre las relaciones, la espiritualidad. Testigo de ello son las canchas de juego y de deporte en las parroquias y centros juveniles; lo demuestran las asociaciones deportivas de inspiración cristiana, que son palestras de humanidad, lugares de encuentro en los que cultivar también ese deseo fuerte de vida y de infinito que hay en el corazón de los adolescentes y los jóvenes. El atleta que vive íntegramente su propia experiencia, se vuelve atento al proyecto de Dios sobre su vida, aprende a escuchar su voz en los largos tiempos de entrenamiento, a reconocerlo en el rostro del compañero, y también del adversario en competición. La experiencia deportiva puede «contribuir a responder a las preguntas profundas que plantean las nuevas generaciones acerca del sentido de la vida, su orientación y su meta» (Juan Pablo II, Discurso al Centro Deportivo Italiano, 26 junio 2004), cuando se vive con plenitud. Sabe educar a los valores humanos y ayuda a abrirse a lo trascendente. Pienso en vosotros, queridos atletas, como campeones y testigos con una misión que cumplir: ojalá seáis para cuantos os admiran un modelo válido a imitar. Pero también vosotros, queridos dirigentes, igual que vosotros entrenadores, agentes deportivos, estáis llamados a ser testigos de humanidad, a cooperar con las familias y las instituciones formativas de educación juvenil, como maestros de una práctica del deporte siempre leal y limpio. La presión para conseguir resultados significativos no debe nunca llevar a buscar atajos, como en el caso del doping. El mismo espíritu de equipo sea estímulo para evitar estos callejones sin salida, pero también a sostener a quien reconoce haberse equivocado, de manera que se sienta acogido y ayudado.

Queridos amigos, en este Año de la fe quisiera destacar que la actividad deportiva puede educar la persona también al “combate” espiritual, es decir, a vivir cada día tratando de hacer vencer al bien sobre el mal, la verdad sobre la mentira, al amor sobre el odio y ello, ante todo, en nosotros mismos. Pensando en el esfuerzo por la nueva evangelización, también el mundo del deporte puede considerarse un moderno “atrio de los gentiles”, es decir, una preciosa ocasión de diálogo abierta a todos, creyentes y no creyentes, donde experimentar el gozo y la fatiga del encuentro con personas diversas por cultura, lengua y orientación religiosa.

Quisiera concluir recordando la figura luminosa del beato Pier Giorgio Frassati: un joven que unía en sí la pasión por el deporte –amaba especialmente las ascensiones de montaña– y la pasión por Dios. Os invito, queridos atletas, a leer su biografía: el beato Pier Giorgio nos muestra que ser cristiano significa amar la vida, amar la naturaleza, pero sobre todo, amar al prójimo, especialmente a las personas en dificultad. Os deseo a cada uno de vosotros gozar de la alegría más grande: mejorar cada día, logrando amar cada vez un poco más. Lo pedimos como don al Señor en esta Navidad. Os agradezco que hayáis venido  y os bendigo de corazón a vosotros y a vuestros familiares. Gracias.