La Via Pulchritudinis

LA VIA PULCHRITUDINIS, CAMINO DE EVANGELIZACIÓN Y DE DIÁLOGO

CONSEJO PONTIFICIO DE LA CULTURA

ASAMBLEA PLENARIA 2004

DOCUMENTO FINAL


Introducción


El tema escogido para la Asamblea Plenaria del Consejo Pontificio de la Cultura, celebrada del 27 al 28 de marzo de 2006, continúa las anteriores plenarias, en consonancia con la misión del Dicasterio, que consiste en ayudar a la Iglesia a transmitir la fe en Cristo mediante una pastoral que responda a los desafíos de la cultura contemporánea, especialmente los de la increencia y la indiferencia religiosa[1]. A través de propuestas y proyectos concretos, el Consejo desea ayudar a los pastores, recorriendo la via pulchritudinis como camino de evangelización de las culturas y de diálogo con los no creyentes, a llegar hasta Cristo, que es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6).


I. Un desafío crucial

La Plenaria del 2002, sobre el tema «Trasmitir la fe al corazón de las culturas, novo millennio ineunte»[2], y la del 2004 sobre «La fe cristiana al alba del nuevo milenio y el desafío de la increencia y de la indiferencia religiosa »[3], destacaron la urgencia de un nuevo impulso apostólico en la Iglesia para evangelizar las culturas mediante una inculturación efectiva del Evangelio.

1. La cultura marcada por una visión materialista y atea, característica de las sociedades secularizadas, provoca un verdadero alejamiento, más aún, una acusación de la religión en general, y del cristianismo en particular, así como un nuevo anti-catolicismo[4]. Muchos viven como si Dios no existiera (etsi Deus non daretur), como si su presencia y su palabra no pudie­ran influir de ninguna manera en la vida concreta de las personas y las sociedades. Éstas, por su parte, encuentran difícil afirmar claramente su pertenencia religiosa, como si fuera algo propio y exclusivo del ámbito privado. La experiencia religiosa, consecuentemente, se ve di­sociada de una clara pertenencia a la institución eclesial: algunos creen sin pertenecer, mien­tras que otros pertenecen sin dar signos visibles de su creencia.

2. El fenómeno de la nueva religiosidad y las espiritualidades emergentes, que se difunden por todo el mundo, se yerguen como un enorme desafío a la nueva evangelización. Éstas pretenden responder mejor que la Iglesia, —o, en cualquier caso, mejor que las formas religiosas tradicionales— a las expectativas espirituales, emotivas y psicológicas de nuestros contemporáneos. Mediante ritos sincretistas y prácticas esotéricas, apelan directamente a la emotividad de las personas, en una dinámica comunitaria pseudo-religiosa que con frecuencia las asfixia, privándolas incluso de su libertad y dignidad[5].

3. En algunos países de antigua tradición cristiana, los practicantes han dejado de constituir la mayoría, como sucedía en el reciente pasado; sin embargo, siguen siendo una fuerza viva capaz de dar testimonio, con discernimiento y valentía, en el corazón de una cultura neopagana. No faltan tampoco signos de esperanza: las Jornadas Mundiales de la Juventud, los grandes encuentros durante los Congresos eucarísticos o en los santuarios marianos, la proliferación de lugares de crecimiento espiritual y la necesidad, cada vez más fuerte, de transcurrir un período de tiempo en el silencio de la hospedería de un monasterio, el redescubrimiento de las antiguas vías de peregrinación, el florecimiento de una multitud de nuevos movimientos religiosos que incluyen a jóvenes y adultos, las multitudes inmensas que se congregaron en Roma durante la muerte de Juan Pablo II y la elección de Benedicto XVI, son signos de esperanza.

Sí, la Iglesia está viva; ésta es la maravillosa experiencia de estos días. Precisamente en los tristes días de la enfermedad y la muerte del Papa, algo se ha manifestado de modo maravilloso ante nuestros ojos: que la Iglesia está viva. Y la Iglesia es joven. Ella lleva en sí misma el futuro del mundo y, por tanto, indica también a cada uno de nosotros la vía hacia el futuro. La Iglesia está viva y nosotros lo vemos: experimentamos la alegría que el Resucitado ha prometido a los suyos[6] .



II. La Iglesia propone una respuesta:

La via pulchritudinis



1. Aceptar el desafío

Frente a los desafíos históricos, sociales, culturales y religiosos recogidos en las dos precedentes Asambleas Plenarias, ¿qué aspectos de la pastoral tendría que privilegiar la Iglesia en su diálogo apostólico con los hombres y mujeres de nuestro tiempo, especialmente con los no creyentes y los indiferentes?

La Iglesia lleva a cabo su misión, que consiste en llevar a los hombres a Cristo Salvador, compartiendo la Palabra de Dios y el don de los Sacramentos de la Gracia. Para llegar mejor a ellos, a través de una pastoral de la cultura adaptada a la luz de Cristo, contemplado en el misterio de su encarnación (cf. Gaudium et spes, n. 22), escruta los signos de los tiempos y descubre en ellos preciosas indicaciones para tender puentes que permitan encontrar al Dios de Jesucristo a través de un itinerario de amistad en un diálogo de verdad.

En esta perspectiva, la Via pulchritudinis se presenta como un itinerario privilegiado para llegar a muchos que experimentan grandes dificultades para acoger la enseñanza, sobre todo moral, de la Iglesia. Con demasiada frecuencia, en estos últimos decenios, la verdad se ha resentido de la instrumentalización a que la han sometido las ideologías y la bondad se ha visto reducida a su dimensión horizontal, a mero acto social, como si la caridad hacia el prójimo pudiese vivir sin extraer su propia fuerza de Dios. El relativismo, que halla en el pensamiento débil una de sus expresiones más claras, contribuye, por lo demás, a dificultar un debate auténtico, serio y razonable.

La Vía de la belleza, a partir de la experiencia simple del encuentro con la belleza que suscita admiración, puede abrir el camino a la búsqueda de Dios y disponer el corazón y la mente al encuentro con Cristo, Belleza de la santidad encarnada, ofrecida por Dios a los hombres paras su salvación. Esta belleza sigue invitando hoy a los Agustines de nuestro tiempo, buscadores incansables de amor, de verdad y de belleza, a elevarse desde la belleza sensible a la Belleza eterna y a descubrir con fervor al Dios santo, artífice de toda belleza.

No todas las culturas están abiertas en la misma medida a lo trascendente o a acoger la revelación cristiana. De la misma manera, hay expresiones de lo bello —o que creen serlo— que se hallan bien lejos de favorecer la acogida del mensaje de Cristo y la intuición de su divina belleza. Las culturas, como las expresiones artísticas y las manifestaciones estéticas, están marcadas por el pecado y pueden atraer, incluso capturar la atención, hasta hacerla replegarse sobre sí misma, dando lugar a nuevas formas de idolatría. Con frecuencia nos hallamos ante fenómenos de auténtica decadencia, en los que el arte y la cultura se adulteran hasta herir al hombre en su dignidad. Lo bello no puede reducirse a un simple placer de los sentidos: ello significaría negarse a tomar plenamente conciencia de su universalidad, de su valor supremo, altamente trascendente. Su percepción requiere una educación, porque la belleza no es auténtica si no es en su relación con la verdad —pues, ¿de qué podría ser el esplendor, sino de la verdad?— y ella es, al mismo tiempo, «la expresión visible del bien, como el bien es la condición metafísica de la belleza»[7]. «¿No es lo bello el camino más seguro para alcanzar el bien?», se preguntaba Max Jacob. La Vía de la belleza, fácilmente accesible a todos, no está, sin embargo, priva de ambigüedades desviaciones. Puesto que siempre depende de la subjetividad humana, puede verse reducida a un estetismo efímero o dejarse instrumentalizar y esclavizar por las modas fascinantes de la sociedad de consumo. De ahí nace la urgente misión de educar a discernir entre el «uti» y el «frui», es decir, entre una relación con las cosas y las personas fundada únicamente sobre la funcionalidad —uti—, y una relación creíble y confiable, firmemente enraizada en la belleza de la gratuidad, recordando cuanto dice Agustín en su De catechizandis rudibus: «Nulla est enim maior ad amorem invitatio quam praevenire amando — No hay mayor invitación a amar que adelantarse amando»[8].

Por ello, es necesario aclarar qué es y en qué consiste la Via pulchritudinis: cuál es la belleza que, mediante su capacidad para llegar al corazón de la gente, permite transmitir la fe, expresar el misterio de Dios y del hombre, presentarse como un auténtico puente, espacio libre para caminar con los hombres y las mujeres de nuestro tiempo que ya conocen o que comienzan a apreciar lo bello, y ayudarles a encontrar la belleza del Evangelio de Cristo que la Iglesia, en virtud de su misión, debe anunciar a todos los hombres de buena voluntad.

2. ¿De qué modo puede ser la via pulchritudinis una respuesta de la Iglesia a los desafíos de nuestro tempo?

El papa Juan Pablo II, incansable escrutador de los signos de los tiempos, señala esta vía en su Encíclica Fides et ratio:

A la vez que no me canso de recordar la urgencia de una nueva evangelización, me dirijo a los filósofos para que profundicen en las dimensiones de la verdad, del bien y de la belleza, a las que conduce la palabra de Dios. Esto es más urgente aún si se consideran los retos que el nuevo milenio trae consigo y que afectan de modo particular a las regiones y culturas de antigua tradición cristiana. Esta atención debe considerarse también como una aportación fundamental y original en el camino de la nueva evangelización[9].

Esta llamada a los filósofos puede parecer sorprendente, pero ¿no es la via pulchritudinis una via veritatis, a través de la cual el hombre se esfuerza para descubrir la bonitas del Dios de amor, fuente de toda belleza, de toda verdad y de toda bondad? Lo bello, como también lo verdadero o lo bueno, conduce a Dios, Verdad primera, Bien supremo y Belleza misma. Pero lo bello dice más que lo verdadero o lo bueno. Decir de un ser que es bello no es sólo reconocerle una inteligibilidad que lo hace amable; significa también que, al especificar nuestro conocimiento, nos atrae, más aún, nos captura mediante una irradiación que despierta el asombro. Si lo bello ejerce un cierto poder de atracción, todavía expresa con más vigor la realidad misma en la perfección de su forma, de la que es epifanía. Lo bello la manifiesta expresando su claridad íntima[10]. Si el bien expresa lo deseable, lo bello expresa aún más el esplendor y la luz de una perfección que se manifiesta[11].

La via pulchritudinis es una vía pastoral y no puede limitarse a una consideración meramente filosófica. Pero la mirada del metafísico nos ayuda a comprender por qué la belleza es una vía regia para llegar a Dios. Al sugerirnos quién es Dios, esta vía despierta en nosotros el deseo de gozar de Él en la quietud de la contemplación, no sólo porque sólo Él puede saciar nuestra inteligencia y nuestro corazón, sino también porque contiene en sí mismo la perfección del ser, fuente armoniosa e inextinguible de claridad y de luz. Para llegar a ella, es importante saber pasar «del fenómeno al fundamento». De nuevo, el papa filosofo:

Dondequiera que el hombre descubra una referencia a lo absoluto y a lo trascendente, se le abre un resquicio de la dimensión metafísica de la realidad: en la verdad, en la belleza, en los valores morales, en las demás personas, en el ser mismo y en Dios. Un gran reto que tenemos al final de este milenio es el de saber realizar el paso, tan necesario como urgente, del fenómeno al fundamento. No es posible detenerse en la sola experiencia; incluso cuando ésta expresa y pone de manifiesto la interioridad del hombre y su espiritualidad, es necesario que la reflexión especulativa llegue hasta su naturaleza espiritual y el fundamento en que se apoya[12].

Este paso del fenómeno al fundamento, no acontece espontáneamente para quien no sea capaz de pasar de lo visible a lo invisible. En efecto, tanto la publicidad como algunos artistas que hacen de lo vulgar y lo feo un valor, con el fin de provocar escándalo, nos vienen habituando a lo feo, al mal gusto y a la vulgaridad. Las flores capciosas del mal ejercen su fascinación: «¿Vienes del cielo profundo o sales del abismo, oh Belleza?», se pregunta Baudelaire. Dimitri Karamazov confía a su hermano Aliosha: «La Belleza es algo terrible. Es la lucha entre Dios y Satanás, y el campo de batalla es mi corazón». Si la belleza es imagen de Dios creador, también lo es de Adán y Eva y, en consecuencia, marcada por el pecado. El hombre con frecuencia corre el riesgo de dejarse atrapar por una belleza tomada por sí misma, icono convertido en ídolo, medio que acaba devorando el fin, verdad que aprisiona, trampa en la que acaban cayendo muchos por falta de una adecuada formación de la sensibilidad y de una correcta educación a la belleza.

Recorrer la Via pulchritudinis implica comprometerse a educar los jóvenes a la belleza, ayudarlos a desarrollar un espíritu crítico frente a lo que ofrece la cultura mediática y a plasmar su sensibilidad y su carácter para elevarlos y conducirlos a una auténtica madurez. La cultura de lo cursi, «lo kitsch», es típica de un cierto temor a sentirse impulsado a una profunda transformación. Tras haber rechazado durante largo tiempo esta «pasión», San Agustín recuerda su profunda transformación del alma gracias al encuentro con la belleza de Dios: en las Confesiones, evoca con tristeza y amargura el tempo perdido y las ocasiones perdidas. En páginas inolvidables, vuelve sobre su atormentada búsqueda de la verdad y de Dios. Pero, con una especie de iluminación en la evidencia, encuentra a Dios que se le presenta como «la Verdad en persona» (X, 24), fuente de puro gozo y de auténtica felicidad:

Tarde os amé, Dios mío, hermosura tan antigua y tan nueva; tarde os amé. Vos estabais dentro de mi alma y yo distraído fuera, y allí mismo os buscaba; y perdiendo la hermosura de mi alma, me dejaba llevar de estas hermosas criaturas exteriores que Vos habéis creado. De lo que infiero que Vos estabais conmigo y yo no estaba con Vos; y me alejaban y tenían muy apartado de Vos aquellas mismas cosas que no tuvieran ser si no estuvieran en Vos. Pero Vos me llamasteis y disteis tales voces a mi alma, que cedió a vuestras voces mi sordera. Brilló tanto vuestra luz, fue tan grande vuestro resplandor, que ahuyentó mi ceguedad. Hicisteis que llegase hasta mí vuestra fragancia, y tomando aliento respiré con ella, y suspiro y anhelo ya por Vos. Me disteis a gustar vuestra dulzura, y ha excitado en mi alma un hambre y sed muy viva. En fin, Señor, me tocasteis y me encendí en deseos de abrazaros[13].

Esta experiencia del encuentro con el Dios de la Belleza es un acontecimiento vivido por san Agustín en la totalidad del ser, y no sólo en la sensibilidad. De aquí la constatación que hace en el De musica: «Dic, oro te, num possumus amare nisi pulchra?— Dime, por favor, qué podemos amar, sino lo bello»[14].

3. La Via pulchritudinis,

Camino hacia la verdad y la bondad

Hans Urs von Balthasar, con su estética teológica, se proponía abrir los horizontes del pensamiento a la meditación y a la contemplación de la belleza de Dios, de su misterio, y de Cristo en quien se revela. En la introducción al primer volumen de su obra magistral, Gloria, el teólogo cita la palabra belleza «será nuestra palabra inicial», expresando su alcance con relación al bien que «ha perdido su contundencia », cuando «los argumentos demostrativos de la verdad han perdido su fuerza de conclusión lógica»[15].

Nuestra palabra inicial se llama belleza. La belleza es la última palabra a la que puede llegar el intelecto reflexivo, ya que es la aureola de resplandor imborrable que rodea a la estrella de la verdad y del bien y su indisociable unión. La belleza desinteresada, sin la cual no sabría entenderse a sí mismo el mundo antiguo, pero que se ha despedido sigilosamente y de puntillas del mundo moderno de los intereses, abandonándolo a su avidez y a su tristeza. La belleza, que tampoco es ya apreciada ni protegida por la religión y que, sin embargo, cual máscara desprendida de su rostro, deja al descubierto rasgos que amenazan volverse ininteligibles para los hombres. De aquel cuyo semblante se crispa ante la sola mención de su nombre (pues para él la belleza es sólo bagatela exótica del pasado burgués) podemos asegurar que —abierta o tácitamente— ya no es capaz de rezar y, pronto, ni siquiera será capaz de amra… En un mundo sin belleza, —aunque los hombres no puedan prescindir de la palabra y la pronuncien constantemente, si bien utilizándola de modo equivocado—, en un mundo que quizá no está privado de ella, pero que ya no es capaz de verla, de contar con ella, el bien ha perdido asimismo su fuerza atractiva, la evidencia de su deber-ser realizado… En un mundo que ya no se cree capaz de afirmar la belleza, también los argumentos demostrativos de la verdad han perdido su contundenci, su fuerza de conclusión lógica.

Paralelamente, con preocupaciones diferentes, Alexander I. Solženicyn nota con acento profético, en su Discurso de recepción del Premio Nóbel de Literatura:

Acaso aquella antigua trinidad de Verdad, Bien y Belleza no sea simplemente una fórmula anticuada, como creíamos en los tiempos de nuestra presuntuosa juventud materialista. Si las cimas de estos tres árboles convergen, como sostienen los estudiosos, pero los retoños de la Verdad y del Bien, demasiado arrogantes y directos, son aplastados, arrancados y no se les deja crecer, entonces quizá serán los retoños de la Belleza, extraños, imprevistos, inesperados, quienes broten y crezcan en el mismo lugar, y lo harán de tal modo que realizarán el trabajo de los tres[16].

Así, lejos de renunciar a proponer la Verdad y el Bien, que están en el corazón del Evangelio, es necesario seguir un camino que les permita alcanzar el corazón del hombre y de las culturas[17]. El mundo tiene necesidad de ello, como subrayaba el papa Pablo VI en su vibrante Mensaje a los Artistas del 8 de diciembre de 1965, en la clausura del Concilio Ecuménico Vaticano II:

El mundo en que vivimos tiene necesidad de belleza para no caer en la desesperación. La belleza, como la verdad, trae el gozo al corazón de los hombres y es un fruto precioso que resiste el paso del tiempo, que une a las generaciones y las hace comulgar en la admiración[18].

Contemplada con animo puro, la belleza habla directamente al corazón, eleva interiormente desde el asombro a la maravilla, de la felicidad a la contemplación. Por ello, crea un terreno fértil para la escucha y el diálogo con el hombre y para llegar a él en su integridad, mente y corazón, inteligencia y razón, capacidad creativa e imaginación. La belleza no deja indiferente: despierta emociones, pone en movimiento un dinamismo de profunda transformación interior que genera gozo, sentimiento de plenitud, deseo de participación gratuita en la misma belleza, de apropiársela interiorizándola e insertándola en la propia existencia concreta.

La vía de la belleza responde al íntimo deseo de felicidad que late en el corazón de todo hombre. Abre horizontes infinitos, que impulsan al hombre a salir de sí mismo, de la rutina y del instante efímero, para abrirse a lo Trascendente y al Misterio, a desear, como objetivo último de su deseo de felicidad y de su nostalgia de absoluto, la belleza original que es Dios mismo, creador de toda belleza creada. Durante el Sínodo de los Obispos sobre la Eucaristía, en octubre de 2005, muchos Padres sinodales se refirieron a este punto. El hombre, en su íntimo deseo de felicidad, puede encontrarse ante el mal del sufrimiento y de la muerte. Del mismo modo, las culturas se ven, en ocasiones, ante fenómenos análogos de heridas que pueden llevar a su desaparición. La voz de la belleza ayuda abrirse a la luz de la verdad e ilumina así la condición humana ayudándola a captar el significado del dolor. De este modo, ayuda a curar estas heridas.






III. Las vías de la belleza



Para dialogar con las culturas contemporáneas, la Via Pulchritudinis nos ofrece tres pistas privilegiadas:

1. La belleza de la creación.

2. La belleza de las artes.

3. La belleza de Cristo, modelo y prototipo de la santidad cristiana.

La Belleza de Dios, revelada por la belleza singular de su Hijo, constituye el origen y el fin de todo lo creado. Si, según el dinamismo de la Escritura, es posible partir de lo elemental para después ascender de la belleza sensible de la naturaleza a la Belleza del Creador, ésta resplandece de manera única en el rostro de Cristo, de su Madre y de los santos. Para el cristiano, «creación» es inseparable de «re-creación», ya que Dios consideró buena y hermosa la obra de los seis días (cf. Gn 1). El pecado, con el desorden, ha introducido la fealdad de la muerte y del mal. «¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!», canta la liturgia de Pascua: la Gracia, que se difunde sobre el mundo desde el costado abierto de Cristo Salvador, purifica e introduce al mundo salvado, que espera gimiendo la hora de la transformación final, en una belleza completamente diversa (Rm 8, 22).

1. La belleza de la creación

La Escritura destaca el valor simbólico de la belleza del mundo que nos rodea: «Sí, vanos por naturaleza todos los hombres en quienes había ignorancia de Dios y no fueron capaces de conocer por las cosas buenas que se ven a Aquel que es… Si, cautivados por su belleza los tomaron por dioses, sepan cuánto les aventaja el Señor de estos, pues fue el Autor mismo de la belleza quien los creó» (Sab 13, 1.3). Aun cuando existe un abismo entre la belleza inefable de Dios y sus huellas en la creación, sin embargo, el autor sagrado no considera inútil precisar el cuadro de esta «dialéctica ascendente»: «pues de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor» (v. 5). Es necesario, por ello, superar las formas visibles de las cosas naturales para elevarse hasta su autor invisible, el totalmente Otro, que profesamos en el Credo: «Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la terra».

A) Maravillarse ante la belleza de la creación

Mil gracias derramando / pasó por estos sotos con presura / y, yéndolos mirando, / con sola su figura, / vestidos los dejó de su hermosura»[19]. Si los poetas son especialmente sensibles a la belleza de la creación y a su misterioso lenguaje, es porque la contemplación de una puesta de sol, de las cumbres nevadas bajo un cielo estrellado, los prados de verdura, de flores esmaltados, la exuberancia de la vegetación y la variedad de especies animales, despiertan una riqueza de sentimientos que invitan a «leer dentro», intus-legere, para alcanzar lo invisible a partir de lo visible y responder a las preguntas: ¿quién es este artífice, de tan poderosa imaginación, que se halla en el origen de tanta belleza y grandeza, de una tal profusión de seres en el cielo y en la tierra?[20].

Al mismo tempo, la contemplación de la belleza de la creación despierta la paz interior, afina el sentido de la armonía y el deseo de una vida hermosa. En el hombre religioso, el estupor y la admiración se transforman en actitudes interiores más espirituales: adoración, alabanza, acción de gracias hacia el autor de tal belleza. Así lo proclama el salmista:

«Cuando contemplo el cielo, obra de tus manos,

la luna y las estrellas que has creado,

¿qué es el hombre para que te acuerdes de él,

el ser humano, para darle poder?

Lo hiciste poco inferior a los ángeles,

lo coronaste de gloria y majestad,

le diste el mando sobre las obras de tus manos,

todo lo sometiste bajo sus pies...

Señor Dios nuestro, ¡Qué admirable es tu Nombre

en toda la tierra!» (Sal 8, 4-7.10).

La tradición franciscana, con san Buenaventura y, antes de él, Escoto Erígena[21], reconoce una dimensión «sacramental» en la creación, que lleva en sí las huellas de su origen. Además, la naturaleza misma es considerara como una alegoría, y toda realidad creada, símbolo de su Creador.

B) De la creación a la recreación

Entre las criaturas, hay una que presenta una cierta semejanza con Dios: el hombre, creado «a su imagen y semejanza». En su alma espiritual lleva una «semilla de eternidad... irreductible a la sola materia» (Gaudium et spes, 18). El pecado, veneno que debilita la voluntad en su orientación al bien, ofusca la inteligencia y vicia la sensibilidad, alteró está primera imagen. La belleza del alma, sedienta de verdad e impulso hacia el amado, pierde su esplendor y se vuelve capaz de obrar el mal: un niño testigo de una mala acción espontáneamente dice: «Eso no es bonito». Así, la fealdad,—y, por tanto, a fortori, el bien— aparece en el campo de la moral y se refleja sobre el hombre, que es su sujeto. Con el pecado, éste pierde su belleza y se ve desnudo hasta la vergüenza. La venida del Redentor lo devuelve a su belleza originaria, lo reviste de una belleza nueva: la belleza inimaginable de la criatura elevada a la filiación divina, la promesa de una transfiguración del alma redimida y elevada por la gracia, el resplandor en todas las fibras de su cuerpo llamado a resucitar.

Si Cristo, Nuevo Adán, «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (Gaudium et spes, 22), la mirada cristiana sobre la belleza de la creación encuentra su cumplimiento en la sorprendente noticia de la recreación: Cristo, representación perfecta de la gloria del Padre, comunica al hombre su plenitud de gracia y así lo hace «gracioso», es decir, hermoso y agradable a Dios. La encarnación es el centro focal, la perspectiva justa en la que la belleza adquiere su significado último:

El que es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre[22].

Como se verá más adelante, la belleza de la santidad que emana del hombre configurado con Cristo bajo el impulso del Espíritu Santo, es uno de los más hermosos testimonios, capaces de sacudir aun a los más indiferentes y de hacerles sentir el paso de Dios en la vida de los hombres.

En una continua acción de gracias, el cristiano alaba a Cristo que le ha devuelvo la vida, y se deja transfigurar por este don glorioso de que es objeto. Nuestros ojos, ávidos de belleza, se dejan atraer por el Nuevo Adán, verdadero icono del Padre eterno, «reflejo de su gloria e impronta de su sustancia» (Heb 1,3). A los «puros de corazón», a quienes se ha prometido ver a Dios cara a cara, Cristo concede ya entrever la luz de la gloria en el corazón de la noche de la fe.

C) La creación, utilizada o idolatrada

Sin embargo, son muchos los hombres y mujeres que ven la naturaleza y el cosmos sólo en su materialidad visible, un universo mudo, cuyo destino sería únicamente obedecer a las frías e inmutables leyes físicas, sin evocar ninguna otra belleza, mucho menos un Creador. En una cultura en la que el cientificismo impone los límites de su modo de observación hasta hacer de ellos el criterio exclusivo de conocimiento, el cosmos se ve reducido a un simple depósito gigantesco del que el hombre extrae a placer, hasta agotarlo, en función de sus necesidades crecientes y desmedidas.

El Libro de la Sabiduría ya pone en guardia contra esta miopía que san Pablo denuncia como «pecado de orgullo y presunción» (Rm 1,20-23). Por lo demás, la creación no es muda: los fenómenos naturales extraordinarios, a veces trágicos, que se registran en estos últimos años y los desastres ecológicos que se multiplican sin tregua, apelan a una nueva comprensión de la naturaleza, de sus leyes, de su armonía. Para muchos de nuestros contemporáneos cada vez resulta más claro que la naturaleza no puede ser manipulada sin respeto.

Sin embargo, la naturaleza no se puede convertir en un absoluto, menos aún en un ídolo, como sucede en algunos grupos neopaganos: su valor no puede sobrepasar la dignidad del hombre llamado a ser su custodio.

Propuestas pastorales

Una atención especial a la naturaleza ayuda a descubrir en ella el espejo de la belleza de Dios. Por ello, es urgente promover una mayor atención hacia la creación y su belleza en la formación humana y cristiana, evitando reducirla a simple ecologismo o incluso a una visione panteísta. Algunos movimientos, —escultismo, Acción Católica Juvenil, etc.— trabajan activamente en la educación a la observación y respecto de la naturaleza. Ayudan a los jóvenes a descubrir el proyecto creador de Dios despertando los sentimientos vinculados al asombro, a la adoración y a la acción de gracias. Se deberá prestar atención a destacar la doble dimensión de la escucha:

-         Escucha de la creación que narra la gloria de Dios,

-         Escucha de Dios que nos habla a través de su creación y se vuelve accesible a la razón, según la enseñanza del Concilio Vaticano I[23].   

La catequesis, en su esfuerzo de formación de los niños y jóvenes, puede servirse con provecho de una pedagogía desarrollada a partir de la observación de la belleza de la naturaleza y de las actitudes humanas fundamentales ligadas a aquélla: silencio, escucha, admiración, interiorización, paciencia en la espera, descubrimiento de la armonía, respeto del equilibrio natural, sentido de la gratuidad, adoración y contemplación.

La enseñanza de una auténtica filosofía de la naturaleza y de una teología de la creación, merecen un nuevo impulso en una cultura en la que el diálogo entre la ciencia y la fe es de la máxima importancia y para el que los clérigos deben poseer un mínimo de conocimientos de epistemología y los científicos, de la sabiduría cristiana, cuyo inmenso caudal con demasiada frecuencia ignoran[24]. Los prejuicios cientificistas y fideístas todavía están demasiado presentes en la mentalidad común. Por ello, es de la máxima importancia suscitar en todos los niveles, —instituciones escolares, institutos de formación, universidades, centros culturales católicos, etc.— ocasiones de encuentro y diálogo entre hombres de ciencia y de fe. En este marco, el Jubileo del Mundo de la Investigación y la Ciencia, celebrado durante el Gran Jubileo del 2000, ha hecho nacer nuevas iniciativas culturales destinadas a renovar el diálogo entre ciencia y fe[25]. Entre estas se halla el proyecto STOQ (Science, Theology and Ontological Quest— Ciencia, Teología y Filosofía), promovido por el Consejo Pontificio de la Cultura en colaboración con diversas universidades pontificias. Por lo demás, toda rama del saber —filosofía, teología, ciencias humanas y sociales, psicología— puede contribuir a desvelar la belleza de Dio y de su creación.

Las acciones en defensa de la naturaleza organizadas por comunidades cristianas o familias religiosas, inspirándose en el ejemplo de san Francisco, que «contemplaba al más Bello en las cosas bellas»[26], tienen un cierto eco y contribuyen a desarrollar una visión menos idolátrica de la naturaleza. La Carta pastoral de los obispos australianos del Queensland en defensa de la gran barrera coralina, titulada Que se alegren las costas innumerables, es un ejemplo de ello[27]. Es importante multiplicar iniciativas para transmitir, en la cultura contemporánea, el sentido del valor auténtico de la naturaleza, de su belleza y su potencial simbólico, y de su capacidad para hacer descubrir la obra creadora de Dios.


2. La belleza de las artes

Si la naturaleza y el cosmos son expresión de la belleza del Creador e introducen en el umbral de un silencio contemplativo, la creación artística posee la capacidad de evocar el inefable del misterio de Dios. La obra de arte no es «la belleza», pero sí su expresión y, si bien obedece a cánones fluctuantes, posee un carácter intrínseco de universalidad. La belleza artística suscita emoción interior, provoca en el silencio un arrebatamiento que lleva a salir de sí, al «ex-tasis».

Para el creyente, la belleza trasciende la estética y lo bello encuentra su arquetipo e Dios. La contemplación de Cristo en su misterio de Encarnación y Redención es la fuente viva de la que el artista cristiano extrae la propia inspiración para expresar el misterio de Dios y el misterio del hombre salvado en Jesucristo. Toda obra de arte cristiana tiene un sentido: es, por naturaleza, un «símbolo», una realidad que remite más allá de sí misma y ayuda a avanzar por el camino que revela el sentido, el origen y la meta de nuestro camino terreno. Su belleza está caracterizada por su capacidad de provocar el paso de lo que es «para sí» a lo «más grande que sí». Este paso se realiza en Jesucristo, que es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6), la «Verdad toda entera» (Jn 16,13).

A) La belleza suscitada por la fe

Las obras de arte de inspiración cristiana, que constituyen una parte incomparable del patrimonio artístico y cultural de la humanidad, son objeto de un auténtico entusiasmo por parte de multitudes de turistas, creyentes o no creyentes, agnósticos o indiferentes al hecho religioso. Este fenómeno está en continuo aumento y llega a todas las categorías de la población, sin distinción de cultura y de religión. La cultura, en el sentido de «patrimonio espiritual», se ha «democratizado» fuertemente: gracias al extraordinario desarrollo de la tecnología, las obras de arte se han acercado al pueblo. Hoy día, un minúsculo aparato electrónico puede contener toda la obra de Mozart o Bach, lo mismo que se hallan al alcance de todos millares de miniaturas de la Biblioteca Vaticana, grabadas en un disco video digital.

El rostro de Cristo, en su belleza singular, las escenas del Evangelio y los grandes acontecimientos proféticos del Antiguo Testamento, el Gólgota, la Virgen con el Niño, la Dolorosa, a lo largo de los siglos han representado una fuente fecunda de inspiración para los artistas cristianos. Con una extraordinaria riqueza imaginativa, estos se han esforzado, mediante una búsqueda continua y continuamente renovada, por representar la belleza de Dios revelada en Cristo y de hacerla cercana, casi tangible y visible. De alguna manera, el artista prolonga la Revelación obrando con las formas, las imágenes, los colores o los sonidos. Mostrando cuán hermoso es Dios, dice cuánto lo es para el hombre, como su propio bien y verdad última de la existencia. La belleza cristiana es portadora de una verdad más grade que el corazón del hombre, verdad que supera el lenguaje humano e indica su Bien, lo único esencial.

Los Cardenales de la Santa Iglesia Romana tuvieron ocasión de percibir el Juicio Universal de Miguel Ángel en toda su tremenda belleza en la Capilla Sextina durante la elección del nuevo Pontífice. Las catedrales e iglesias tocan el culmen de su esplendor cuando en ellos todo un pueblo celebra la liturgia resplandeciente de belleza.

Las abadías y monasterios se convierten en oasis de paz cuando en ellos resuenan las melodías inmutables, que a lo largo de los siglos desempeñan su función de alabanza, de súplica de acción de gracias. Hombres y mujeres de todas las épocas y de todas las culturas han experimentado una profunda emoción, hasta abrir el corazón a Dios, contemplando el rostro de Cristo en la cruz, como a su tiempo Francisco de Asís, o escuchando el canto de la Pasión o el Te Deum, de rodillas ante un retablo dorado o un icono bizantino.

El Papa Juan Pablo II, en su Carta a los artistas, ha convocado a una nueva epifanía de la belleza y a un nuevo diálogo entre la fe y la cultura, entre la Iglesia y el arte, subrayando la necesidad de recíproca de la una y de la otra y la fecundidad de su alianza milenaria, de la que brota la «creación en la belleza», de la que Platón ya hablaba en el Simposio [28].

Si el ambiente cultural condiciona fuertemente al artista, surge entonces la pregunta: cómo ser custodios de la belleza, según el deseo de von Balthasar, en esta cultura artística contemporánea en la que la seducción erótica omnipresente hipertrofia los instintos y el imaginario e inhibe las facultades espirituales. Salvar la belleza es salvar al hombre. Tal es el papel de la Iglesia, «experta en humanidad».

B) Aprender a acoger esta belleza

Las obras de arte inspiradas por la fe cristiana —pinturas, mosaicos, esculturas, arquitectura, marfiles y orfebrería, obras de poesía y prosa, obras musicales y teatrales, cinematográficas y coreográficas, y muchas otras— tienen un potencial enorme, siempre actual, que el tiempo no logra alterar y que permite comunicar de manera intuitiva y agradable la gran experiencia de la fe, del encuentro con Dios en Cristo, en el que se revela el misterio del amor de dios y la identidad profunda del hombre.

Dirigiéndose a los artistas en la Capilla Sixtina el 7 de mayo de 1964, Pablo VI denunciaba el «divorcio» entre el arte y lo sagrado, característico del siglo XX y observaba que hoy día, numerosos artistas encuentran grandes dificultades para tratar los temas cristianos por falta de formación y de experiencia acerca de la fe cristiana[29]. La fealdad de ciertas iglesias y de su decoración, la escasa adaptabilidad a la celebración litúrgica, son consecuencias de este divorcio, de una laceración que requiere una cura. Por ello, es importante remediar la ignorancia creciente en el campo de la cultura religiosa, para permitir al arte cristiano del pasado y del presente abrir a todos la via pulchritudinis[30].

Para poder ser plenamente «recibida» y comprendida, la obra de arte cristiano se ha de leer a la luz de la Biblia y de los textos fundamentales de la Tradición a los que se remite la experiencia de la fe. Si la belleza se debe expresar, debemos aprender su lenguaje peculiar, que suscita admiración, emoción y conversión. Si hay un lenguaje de la belleza, el de la obra de arte cristiano no sólo transmite el mensaje del artista, sino también la verdad acerca del misterio de Dios, meditado por una persona que nos ofrece su propia lectura, no ya para glorificarse, sino para exaltar la fuente. El analfabetismo bíblico esteriliza la capacidad de comprensión del arte cristiano.

Por lo demás, se debe hacer un esfuerzo conjunto para superar las dificultades debidas a un cierto clima cultural creado por una crítica del arte ampliamente influenciada por ideologías materialistas: resaltar solamente el aspecto estético formal de las obras, sin interés por su contenido, fuente de inspiración para tanta belleza, esteriliza el arte, seca el flujo vivificante de la vida espiritual para encerrarla en la sola emoción sensible.

C) El arte sacro, instrumento de evangelización y de catequesis

El siervo de Dios Juan Pablo II definía el patrimonio artístico inspirado por la fe cristiana «un formidable instrumento de catequesis», fundamental para «volver a proponer el mensaje universal de la belleza y de la bondad»[31]. En sintonía con él, el Cardinal Ratzinger, como Presidente de la Comisión especial preparatoria del Compendio del Catecismo de la Iglesia católica, motivaba así la introducción característica de las imágenes en esta opera:

… también la imagen es predicación evangélica. Los artistas de todos los tiempos han ofrecido, para contemplación y asombro de los fieles, los hechos más sobresalientes del misterio de la salvación, presentándolo en el esplendor del color y la perfección de la belleza. Es éste un indicio de cómo hoy más que nunca, en la civilización de la imagen, la imagen sagrada puede expresar mucho más que la misma palabra, dada la gran eficacia de su dinamismo de comunicación y de transmisión del mensaje evangélico [32].

El documento del Consejo Pontificio de la Cultura, Para una pastoral de la cultura, expresa este mismo deseo:

En nuestra cultura, marcada por un torrente de imágenes frecuentemente banales y brutales diariamente arrojadas por las televisiones, películas y videocasetes, una alianza fecunda entre el Evangelio y el arte suscitará nuevas epifanías de la belleza, nacidas de la contemplación de Cristo, Dios hecho hombre, de la meditación de sus misterios, de su irradiación en la vida de la Virgen María y de los santos[33].

El enorme poder de comunicación del arte sacro le hace capaz de superar las barreras y los filtros de los prejuicios para alcanzar el corazón de los hombres y de las mujeres de otras culturas y religiones y darles el modo de captar la universalidad del mensaje de Cristo y de su Evangelio. Por ello, cuando una obra de arte inspirada por la fe se ofrece al público, en el marco de su función religiosa, se revela como una «vía», un «camino de evangelización y de diálogo», que ofrece la posibilidad de disfrutar del patrimonio vivo del cristianismo y, al mismo tiempo, de la fe cristiana.

Releer las obras de arte cristiana, grandes o pequeñas, artísticas o musicales, y situarlas en su contexto, ahondando sus lazos vitales con la vida de la Iglesia, en particular con la liturgia, significa hacer «hablar» de nuevo a tales obras, permitiéndoles trasmitir el mensaje que inspiró su creación.

La via pulchritudinis, tomando el camino del arte, conduce a la veritas de la fe, a Cristo mismo, que con la Encarnación, se ha hecho «icono del Dios invisible». Juan Pablo II no ha dudado en manifestar su «convicción de que, en cierto sentido, el icono es un sacramento. En efecto, de forma análoga a lo que sucede en los sacramentos, hace presente el misterio de la Encarnación en uno u otro de sus aspectos» [34].

Las obras de arte cristiano ofrecen al creyente un tema de reflexión y una ayuda para entrar en contemplación en una oración intensa, a través de un momento de catequesis y de confrontación con la Sagrada Escritura. Las obras maestras inspiradas por la fe son auténticas «biblias para los pobres», «escalas de Jacob», que elevan el alma hasta el autor de toda belleza y, con Él, al misterio de Dios y de los que viven en su visión beatífica: «Visio Dei vita hominis» — «la vida del hombre es la visión de Dios», profesa San Ireneo[35]. Son las vías privilegiadas de una auténtica experiencia de fe.

Propuestas pastorales

La Carta a los artistas del papa Juan Pablo II, que constituye una referencia fundamental al respecto, encuentra su eco en el documento del Pontificio Consejo de la Cultura Para una pastoral de la cultura[36]. Las conferencias episcopales pueden tomar estos dos textos como punto de partida para iniciativas concretas[37].

Mediante una educación apropiada, es necesario introducir al lenguaje de la belleza y desarrollar la capacidad de captar el mensaje del arte cristiano: lo que hace que las obras sean bellas y, sobre todo, lo que en ellas favorece un encuentro con el misterio de Cristo. En este campo, se manifiesta una toma de conciencia y se asiste a un significativa recuperación de los estudios de arte sacro cristiano, hoy día mejor conocido por aquellos que tienen la misión de ofrecer una formación cristiana[38]. Un trabajo importante de reformulación teórica de la enseñanza del arte sacro a partir de una auténtica visión cristiana parece especialmente necesario frente a las interpretaciones ideológicas y ateas ampliamente difundidas.

Hay que crear, además, las condiciones para renovar la creación artística en la comunidad cristiana y, por tanto, establecer lazos personales con los artistas y ayudarles a captar lo que permite a una obra de arte ser verdaderamente religiosa y digna del arte sacro. Si bien se ha hecho mucho en estos últimos decenios en numeras diócesis, todavía queda mucho por hacer para valorizar el riquísimo patrimonio cultural y artístico de la Iglesia, nacido de la fe cristiana y utilizarlo como instrumento de evangelización, de catequesis y de diálogo. No basta construir museos, es necesario que este patrimonio pueda expresar el contenido de su mensaje. Una liturgia verdaderamente bella ayuda a entrar en este particular lenguaje de la fe, hecho de símbolos y de evocaciones del misterio celebrado.

Algunas iniciativas, ya experimentadas y por tanto, merecedoras de particular atención:

–        Diálogo con artistas, pintores, escultores, arquitectos de iglesias, restauradores, músicos, poetas dramaturgos, etc., para que puedan, a partir de la fe, alimentar su universo simbólico, permaneciendo al mismo tiempo profundamente radicados en las diversas culturas, para permitir nuevas relaciones entre lo que la Iglesia comisiona y la producción de los artitas. El analfabetismo litúrgico de algunos artistas escogidos para la construcción de iglesias es un verdadero drama, ampliamente difundido.

–        Formar a la belleza del misterio cristiano que se expresa en el arte, con ocasión de la inauguración de una nueva iglesia, de una obra de arte, de un concierto, de una liturgia particular.

–        Organizar eventos culturales y artísticos —exposiciones, concursos, conciertos, conferencias, festivales, etc.—, para valorizar el inmenso patrimonio de la Iglesia y su mensaje, así como para favorecer una nueva creatividad, especialmente en el campo del arte y del canto litúrgico.

–        Publicaciones locales, en forma de prospectos turísticos, páginas web o revistas especializadas sobre el patrimonio, con la intención pedagógica de resaltar el alma, la inspiración y el mensaje de estas obras, y con un análisis científico que mira a la comprensión profunda de la obra.

–        Sensibilizar a los agentes pastorales, catequistas y profesores de religión, así como seminaristas y clero, a través de cursos de formación, talleres, encuentros temáticos, visitas guiadas. Los museos diocesanos y los centros culturales católicos pueden desempeñar un papel importante, proponiendo el estudio de obras de arte locales o regionales y favorecer su empleo en la catequesis.

–        Formar guías turísticos informados acerca de lo específico del arte de inspiración cristiana; crear grupos especializados en la valorización de las obras y de centros culturales que comparten estos mismos fines.

–        Estudio y profundización de la problemática en los niveles escolástico y universitario, con programas de post-grado, masters, seminarios, talleres, etc. Bolsas de estudio y ayudas para sensibilizar los organismos educativos. Desarrollar, a nivel regional y nacional, Institutos de Música sacra, de Liturgia, de Arqueología, etc. y crear bibliotecas especializadas en este campo.

3. La belleza de Cristo, modelo y prototipo de la santidad cristiana

Si la belleza de la creación, según san Agustín es una «confessio» que invita a contemplar la belleza en su fuente, el «Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible», y si la belleza de las obras de arte nos desvela algo de la belleza en su figura, el Hijo hecho carne, «el más bello de los hijos de los hombres», hay una tercera vía fundamental,—la primera en importancia— que lleva al descubrimiento de la belleza en el icono de la santidad, obra del Espíritu Santo que plasma la Iglesia a imagen de Cristo, modelo de perfección: es, para el bautizado, la belleza del testimonio de una vida trasformada por la gracia, y, para la Iglesia, la belleza de la liturgia que permite experimentar a Dios vivo en medio de su pueblo, que atrae hacia él a quien se deja envolver en su gozoso abrazo de amor.

La Ecclesia de caritate atestigua la belleza de Cristo. Se manifiesta como su Esposa, embellecida para su Señor, mientras realiza actos de caridad y opciones preferenciales, se compromete por la justicia y la edificación de la gran casa común en la que toda criatura está llamada a fijar su propia morada, sobre todo los pobres: también ellos tienen derecho a la belleza. Al mismo tiempo, este testimonio de la belleza a través de la caridad y el compromiso al servicio de la justicia y de la paz, anuncia la esperanza que no defrauda. Proponer a los hombres de hoy la verdadera belleza, hacer que la Iglesia se preocupe de anunciar, oportuna e inoportunamente, la belleza que salva, que se experimenta donde la Eternidad ha plantado su tienda en el tiempo, significa ofrecer razones de vida y de esperanza a quienes están privados de ella o que corren el riesgo de perderla. Una Iglesia testigo del sentido último de la vida, fermento de confianza en el corazón de la historia humana, se presenta como el pueblo de la belleza que salva, pues anticipa en el tiempo penúltimo algo de la promesa de belleza de Dios, cuando al final de los tiempos Él lo será todo en todos. La esperanza, anticipación militante del futuro del mundo redimido, prometido en el Hijo crucificado y resucitado, es un anuncio de belleza. El mundo tiene particular necesidad de ello.

A) En camino hacia la belleza de Cristo

La singular belleza de Cristo, como modelo de «vida verdaderamente bella», se refleja en la santidad de una vida transformada por la gracia. Muchos, por desgracia, sienten el cristianismo como sumisión a unos mandamientos hechos de prohibiciones y límites a la libertad personal. El papa Benedicto XVI lo recordaba durante una entrevista a la Radio Vaticana el 14 de agosto de 2005, antes de partir para Colonia para encontrarse con jóvenes de todo el mundo reunidos para las Jornadas Mundiales de la Juventud. Decía, entre otras cosas: «A mí, en cambio, me gustaría que comprendiesen que estar sostenidos por un gran amor y por una revelación, no es una carga: nos da alas, y es hermoso ser cristiano. Esta experiencia nos ensancha el corazón… El gozo de ser cristiano: es hermoso y también es justo creer»[39]. De la belleza interior y de la profunda emoción provocada por el encuentro con la Belleza en persona —pensemos en la experiencia de san Agustín— nace la capacidad de proponer acontecimientos de belleza en todas las dimensiones de la existencia y de la experiencia de fe.

La pastoral de la Iglesia, para poder conducir al encuentro con Cristo, encuentra en la presentación de su belleza el medio para despertar los corazones a tal descubrimiento. En su Carta a los artistas, el papa Juan Pablo II destacaba la fecundidad de la novedad de la encarnación: «en efecto, el Hijo de Dios, al hacerse hombre, ha introducido en la historia de la humanidad toda la riqueza evangélica de la verdad y del bien, y con ella ha manifestado también una nueva dimensión de la belleza, de la cual el mensaje evangélico está repleto»[40]. Esta belleza, única y singular del Hijo del Hombre, se revela en el rostro del «Hermoso pastor», en Cristo transfigurado en el Tabor y, al mismo tiempo, en aquel que, colgado de la Cruz, carece de toda belleza corporal: el varón de dolores. Concretamente, el cristiano ve en la deformidad del Siervo sufriente, despojado de toda belleza exterior, la manifestación del amor infinito de Dios que llega hasta revestirse de la fealdad del pecado para elevarnos, por encima de los sentidos, a la belleza divina que supera toda otra belleza y nunca se marchita. El icono del Crucificado el rostro desfigurado, encierra en sí, para quien quiera contemplarlo, la misteriosa belleza de dios. Es la belleza que se realiza en el dolor, en el don de sí, sin obtener nada a cambio: la Belleza del amor que es más fuerte que el mal y que la muerte.

B) La belleza luminosa de Cristo y su reflejo en la santidad cristiana

Cristo Jesús es la perfecta representación de la Gloria del Padre. Es «el más bello de los hijos de los hombres» (Sal 45,2), porque posee la plenitud de la Gracia mediante la cual Dios libera al hombre del pecado, lo arranca de las tinieblas del mal y lo restituye a su inocencia original. En todo lugar y en toda época, una multitud de hombres y mujeres se han dejado atrapar por esta belleza para dedicarse a ella. El papa Benedicto XVI se expresaba así durante la primera canonización de su pontificado, en la Misa de clausura de la XI Asamblea ordinaria del Sínodo de Obispos: «El santo es aquel que está tan fascinado por la belleza de Dios y por su verdad perfecta, que es progresivamente transformado. Por esta belleza y esta verdad está dispuesto a renunciar a todo, incluso a sí mismo»[41]. Si la santidad cristiana se configura con la belleza del Hijo, la Inmaculada Concepción es la más perfecta ilustración de esta «obra de belleza», La Virgen María y los santos son los reflejos luminosos y los testigos atractivos de la belleza singular de Cristo, belleza del amor infinito de Dios que se da y se comunica a los hombres. Estos reflejan, cada uno a su manera, como los primas de un cristal, los matices del diamante, los colores del arco iris, la luz y la belleza originaria del Dios de amor. La santidad de los hombres es participación en la santidad de Dios y, por tanto, en su belleza. Esta belleza, acogida plenamente en el corazón y la menta, ilumina y guía la vida de los hombres y sus acciones cotidianas.

La belleza del testimonio cristiano expresa la belleza del cristianismo y, por ende, la hace visible. ¿Cómo puede ser creíble nuestro anuncio de la buena noticia, si nuestra vida no logra manifestar también la belleza del vivir? Del encuentro en la fe con Cristo nacen así, en un dinamismo interior sostenido por la gracia, la santidad de los discípulos y su capacidad de hacer la propia vida y la del prójimo «buena y bonita». No se trata de una belleza exterior y superficial, de fachada, sino interior, que se delinea bajo la acción del Espíritu Santo y resplandece ante los hombres: nadie puede esconder lo que es parte esencial del propio ser.

Esta era la llamada de Juan Pablo II a los consagrados en la Exhortación apostólica post-sinodal Vita consecrata:

Pero es sobre todos a vosotros, hombres y mujeres consagrados, a quienes al final de esta Exhortación dirijo mi llamada confiada: vivid plenamente vuestra entrega a Dios, para que no falte a este mundo un rayo de la divina belleza que ilumine el camino de la existencia humana. Los cristianos, inmersos en las ocupaciones y preocupaciones de este mundo, pero llamados también a la santidad, tienen necesidad de encontrar en vosotros corazones purificados que «ven» a Dios en la fe, personas dóciles a la acción del Espíritu Santo que caminan libremente en la fidelidad al carisma de la llamada y de la misión [42].

Donde resplandece la caridad, allí se manifiesta la belleza que salva, allí es glorificado el Padre, allí crece la unidad de los discípulos de Nuestro Señor bienamado.

Pavel Florenskij, cantor ruso de la belleza, mártir del siglo XX, comenta así un pasaje del Evangelio de san Mateo (5, 16):

«vuestras buenas obras» no quiere decir «buenas obras» en sentido filantrópico y moralista: tà kalà erga quiere decir «bellas obras», revelaciones luminosas y armoniosas de la personalidad espiritual, —sobre todo, un rostro luminoso, bello, de una belleza por la que se difunde hacia fuera la «luz interior» del hombre, de modo que, vencidos por esta luz irresistible, los hombres alaban al Padre celeste cuya imagen brilla así sobre la tierra[43].

La vida cristiana, por tanto, está llamada a convertirse, con la fuerza de la Gracia que otorga Cristo resucitado, en un acontecimiento de belleza capaz de suscitar admiración, de provocar la reflexión e invitar a la conversión. El encuentro con Cristo y sus discípulos, en particular con María su madre y con los santos, sus testigos, tiene que poder transformarse siempre, en todas las circunstancias, en un acontecimiento de belleza, un momento de gozo, el descubrimiento de una nueva dimensión de la existencia, una exhortación a poner en camino hacia la patria celeste y gozar de la visión de la verdad «toda entera», de la belleza del amor de Dios: la belleza es esplendor de la verdad y florecimiento del amor.

C) La belleza de la liturgia

La belleza del amor de Cristo nos viene cada día al encuentro no sólo a través del ejemplo de los santos, sino también en la sacra liturgia, sobre todo en la celebración de la Eucaristía, en la que el Misterio se hace presente y llena de sentido y de belleza toda nuestra existencia. Es el medio sorprendente mediante el cual Nuestro Señor, muerto y resucitado, nos transmite su vida, nos une a su Cuerpo como miembros vivos y de este modo, nos hace partícipes de su belleza.

Florenski describe la belleza de la liturgia, símbolo de los símbolos del mundo, como aquello que permite la transformación del tiempo y del espacio «en el templo santo, misterioso, que resplandece con una belleza celeste».

En una conferencia en el XXIII Congreso Eucarístico Nacional italiano, el entonces Cardenal Ratzinger se sirvió como motivo introductorio de la conocida antigua leyenda relativa a los orígenes del cristianismo en la Rus’, según la cual el príncipe Vladimiro de Kiev se decidió a adherirse a la Iglesia Ortodoxa de Constantinopla tras haber escuchado a los emisarios que había mandado a aquella ciudad, donde habían asistido a una solemne liturgia en la basílica de Santa Sofía. Estos hablaron así al Príncipe: «No sabemos si estábamos en el cielo o en la tierra… Allí experimentamos que Dios habita entre los hombres». El cardenal teólogo extraía de este relato su fondo de verdad:

En efecto, la fuerza interior de la liturgia ha desempeñado sin duda un papel esencial en la difusión del cristianismo... Lo que convenció a los enviados del príncipe ruso sobre la verdad de la fe celebrada en la liturgia ortodoxa, no fue una especie de argumentación misionera, cuyos motivos les habrían resultado más esclarecedores que los de otras religiones. Lo que les maravilló, en cambio, fue el misterio como tal, que precisamente por ir más allá de la discusión, hizo resplandecer a la razón la potencia de la verdad[44].

Cómo no subrayar la importancia del arte de los iconos, maravillosa herencia del Oriente cristiano, que permite experimentar todavía hoy algo de la liturgia de la Iglesia indivisa: su lenguaje, de gran riqueza y profundidad, hunde sus raíces en la experiencia de la Iglesia indivisa, de las catacumbas romanas a los mosaicos de Roma, como de Rávena o Bizancio.

Para el creyente, la belleza trasciende la estética. Esta permite el paso del «para sí» a lo que es «mayor que sí». La liturgia no es bella, y por tanto verdadera, si no es desinteresada, priva de otro motivo que no sea el de la celebración de Dios, para Él, por medio de Él, con Él y en Él. Es «desinteresada»: se trata de estar ante Dios y dirigir la propia mirada sobre Él, que ilumina con su divina luz todo lo que acontece. En esta austera simplicidad, la liturgia se vuelve misionera, es decir, capaz de dar testimonio a los observadores que se dejen arrebatar por su dinamismo, de las realidades invisibles que hace pregustar.

El poeta y dramaturgo francés Paul Claudel da testimonio de la íntima fuerza de la liturgia cuando narra su conversión durante las Vísperas, mientras se entonaba el Magníficat de la noche de Navidad, en Notre-Dame de París:

Fue entonces cuando se produjo el acontecimiento que domina toda mi vida. De repente, mi corazón se sintió tocado y creí. Creí con tal fuerza de adhesión, con tal arrebatamiento de todo mi ser, con una convicción tan poderosa, con tal certeza, que no me quedaba la menor duda, y que, después todos los libros, todos los razonamientos, todos los azares de una vida agitada no podrían quebrantar mi fe, ni a decir verdad, tocarla siquiera[45].

La belleza de la liturgia, momento esencial de la experiencia de fe y del camino hacia una fe adulta, no puede reducirse únicamente a la mera belleza formal. Es, ante todo, la belleza profunda del encuentro con el misterio de Dios, presente en medio de los hombres a través de su Hijo, «el más bello de los hijos de los hombres» (Sal 45,2), que renueva continuamente por nosotros su sacrificio de amor. La liturgia expresa la belleza de la comunión con Él y con nuestros hermanos, la belleza de una armonía que se traduce en gestos, símbolos, palabras, imágenes y melodías que tocan el corazón y el espíritu y despiertan el encanto y el deseo de encontrarse con el Señor resucitado, que es la «Puerta de la Belleza».

La superficialidad, la banalidad, a veces incluso la negligencia de algunas celebraciones litúrgicas, no sólo no ayudan al creyente a progresar en su camino de fe, sino, sobre todo, ofenden a los que regresan a las celebraciones cristianas y, en particular, a la Eucaristía dominical. En estos últimos decenios algunos han llegado a dar excesiva importancia a la dimensión pedagógica y a la voluntad de hacer la liturgia comprensible incluso a los observadores externos, y han minimizado su función principal, que es introducirnos con todo nuestro ser en un misterio que nos supera totalmente. En tanto que celebración de la fe en la acción salvífica de Dios en su Hijo Jesús, en esto es misionera. Esencialmente dirigida a Dios, la liturgia es hermosa cuando deja que se manifieste el misterio de amor y comunión en toda su belleza[46]. La liturgia es hermosa cuando es «agradable a Dios» y nos introduce en el gozo divino[47] .

Propuestas pastorales

Es necesario proponer el mensaje de Cristo en toda su belleza, de modo que pueda atraer las mentes y los corazones mediante lazos de amor. Al mismo tiempo, hay que vivir y dar testimonio de la belleza de la comunión en un mundo con frecuencia marcado por la desarmonía y la división. Se trata de transformar en «acontecimientos de belleza» los gestos de caridad cotidiana y el conjunto de las actividades pastorales ordinarias de las iglesias locales. La belleza salvadora de Cristo exige ser presentada de modo nuevo para poder ser acogida y contemplada, no sólo por los creyentes, sino también por aquellos que se declaran poco comprometidos o incluso indiferentes. Se trata, sobre todo, de sensibilizar a los pastores y catequistas para que su predicación y enseñanza lleven a la belleza de Cristo. Los cristianos están llamados a dar testimonio del gozo de saberse amados por Dios y de la belleza de una vida transformada por este amor que viene de lo alto.

Con motivo de la clausura del Gran Jubileo del año 2000, Juan Pablo II dirigió a toda la Iglesia una carta apostólica, Novo millennio ineunte, en la que invitaba expresamente a caminar desde Cristo y a aprender a contemplar su rostro. De esta contemplación nace el deseo, la necesidad y la urgencia de redescubrir el sentido auténtico del misterio y de la liturgia cristiana, en la que se vive concretamente el encuentro con el Señor muerto y resucitado[48].

Para responder a esta invitación, numerosos obispos han dirigido a sus fieles Cartas pastorales sobre la belleza de la salvación y el sentido de la celebración litúrgica, subrayando al mismo tiempo la belleza del encuentro con Cristo en el domingo, día consagrado a Él, que permite una pausa en el ritmo frenético de nuestra sociedad[49]. Por otra parte, en el curso de los últimos decenios y, sobre todo, a partir del discurso de Pablo VI al Congreso Internacional de Mariología del 16 de mayo de 1975, la Iglesia ha recorrido ampliamente la Via pulchritudinis en mariología, con resultados positivos y prometedores[50].

Es importante presentar los testimonios preciosos que ofrecen la Madre de Dios, los mártires y los santos, y todos aquellos que, de manera particularmente atractiva, original y creativa, han seguido a Cristo, y hacerlo con un lenguaje que hable a nuestros contemporáneos, utilizando para ello los medios idóneos. Es mucho lo que se hace en el campo de la catequesis, con cómics, teatro, publicaciones, películas, conciertos y musicales para ayudar a descubrir figuras extraordinarias de santos como Francisco de Asís, Teresa de Jesús, Francisco Javier, Juan Diego, Teresa de Lisieux, Rosa de Lima, Josefina Bakhita, Kisito, María Goretti, Padre Kolbe, Madre Teresa, etc., que, como se puede constatar, siguen fascinando a los jóvenes. Sus ejemplos nos recuerdan que todo cristiano es un verdadero peregrino sobre la vía de la belleza, de la verdad, de la bondad, en camino hacia la Jerusalén celestial, donde contemplaremos la belleza de Dios en una intensa relación de amor, «cara a cara». «Allí descansaremos y veremos; veremos y amaremos; amaremos y alabaremos. Ese será el fin sin fin»[51].

Una formación apropiada ayudará a los fieles a progresar hacia la oración de adoración y de alabanza para participar de verdad en una liturgia vivida en plenitud de belleza, que nos introduce al misterio de fe. Por tanto, hay que devolver a la liturgia su verdadero «esplendor» mediante el redescubrimiento del auténtico sentido del misterio cristiano. También es necesario, al mismo tiempo, volver a enseñar a los fieles a maravillarse ante la obra que Dios realiza en nuestras vidas, restituir a la liturgia su verdadero esplendor, toda su dignidad y su incontaminada belleza, redescubriendo el significado auténtico del misterio cristiano, y formar a los fieles para hacerles capaces de entrar en el significado y en la belleza del misterio celebrado y vivirlo de manera creíble.

La liturgia no es un facere del hombre, sino obra divina. Es importante ayudar a los fieles a percibir que el acto de culto no es el fruto de una actividad —un «producto», un «mérito», una «ganancia»—, sino expresión de un misterio, de algo que no puede ser comprendido totalmente sino que pide ser acogido, más que racionalizado. Se trata de un acto libre por completo de cualquier aspecto de eficiencia. La actitud del creyente en la liturgia se caracteriza por su capacidad de recibir, condición de progreso en la vida espiritual. Esta actitud fundamental ha dejado de ser espontánea en una cultura en la que el racionalismo pretende dirigir todo hasta los sentimientos más íntimos.

No es menos urgente favorecer la creación artística, un arte sacro idóneo para acompañar y sostener la celebración de los misterios de la fe, para devolver a los edificios de culto y a los ornamentos litúrgicos toda su belleza. De este modo, la celebración litúrgica serán acogedoras, pero sobre todo, capaces de comunicar el significado auténtico de la liturgia cristiana, favoreciendo la plena participación de los fieles en los misterios, según el deseo expresado en diversas ocasiones por los Padres del Sínodo sobre la Eucaristía.

Ciertamente, los templos han de ser estéticamente bellos y bien decorados, la liturgia acompañada por cantos y obras musicales de calidad, las celebraciones dignas y la predicación cuidada, pero, a fin de cuentas, no consiste en esto la via pulchritudinis, ni es esto lo que nos cambia. Todo lo anterior no son más que condiciones que facilitan la acción de la gracia de Dios. Hay que educar, por tanto, a los fieles a no dejar espacio únicamente a la dimensión estética, por muy sugestiva que sea, y ayudarles a comprender que la Liturgia es un acto divino que no puede dejarse condicionar por el ambiente, el clima, ni siquiera por las rúbricas, porque es el misterio de la fe celebrado en la Iglesia.


Conclusión

Proponer la via pulchritudinis como camino de evangelizazion y de diálogo, implica partir de una pregunta apremiante, a veces latente, pero siempre presente en el corazón del hombre: ¿Qué es la belleza?, para llevar a todos los hombres de buena voluntad en los que, de modo invisible, actúa la gracia hacia el hombre prefecto, que es «imagen del Dios invisible» (Col. 1,15)[52].

Esta pregunta se remonta al alba de los tiempos, como si el hombre buscase desesperadamente, tras la caída original, ese mundo de belleza que había quedado lejos de su alcance. La pregunta atraviesa la historia bajo múltiples formas y el gran número de obras, fruto de belleza en todas las civilizaciones, no logra apagar su sed.

Pilatos plantea a Cristo la cuestión de la verdad. Cristo no responde; o mejor, su respuesta es el silencio: esa verdad no se dice, sino que se une sin palabras a la parte más íntima del ser. Jesús se había revelado a sus discípulos: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». Ahora calla. Poco después, mostrará el camino de verdad que lleva a la Cruz, misterio de sabiduría. Pilatos no comprende, sino que misteriosamente, ofrece la respuesta a su pregunta «¿Qué es la verdad?», cuando ante el pueblo exclama: «He aquí al hombre», es decir, a Cristo, que es la verdad.

Si la belleza es el esplendor de la verdad, entonces nuestra pregunta se vincula a la de Pilato y la respuesta es idéntica: Jesús mismo es la Belleza. Él se manifiesta, desde el Tabor a la Cruz, para iluminar el misterio del hombre desfigurado por el pecado, pero purificado y recreado por el Amor redentor. Jesús no es un camino entre otros muchos, una verdad entre otras, una belleza entre otras. Él tampoco propone un camino entre otros muchos: Él es la vía que conduce a la verdad viva que da la vida. Jesús, belleza suprema, esplendor de Verdad, es la fuente de toda belleza, porque en cuanto Verbo de Dios hecho carne, es la manifestación del Padre: «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9).

El culmen, el arquetipo de la belleza se manifiesta en el rostro del Hijo del hombre crucificado en la cruz dolorosa, revelación del amor infinito de dios que, en su misericordia hacia sus criaturas, restaura la belleza perdida a causa del pecado original. «La belleza salvará el mundo», porque esta belleza es Cristo, la única belleza que desafía el mal y triunfa sobre la muerte. Por amor, el «más bello de los hijos de los hombres» se hizo «varón de dolores», «sin apariencia ni belleza que atraiga nuestra mirada» (Is 53, 2), y de este modo ha devuelvo al hombre, a todo hombre, plenamente su belleza, su dignidad y su verdadera grandeza. En Cristo y sólo en Él, nuestra via crucis se trasforma en via lucis y en via pulchritudinis.

La Iglesia del tercer milenio busca continuamente esta belleza en el encuentro con su Señor y, con Él, en el diálogo de amor de los hombres y de las mujeres de nuestro tiempo. En el corazón de las culturas, para responder a sus angustias, a sus gozos y esperanzas, no deja de afirmar con el Papa Benedicto XVI:

quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada —absolutamente nada— de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera [53].

NOTAS

[1] Cf. Motu proprio Inde a Pontificatus, 25 de marzo de 1993.

[2] Cf. Culturas y fe, Ciudad del Vaticano, n° 2, 2002.

[3] Cf. Paul Poupard — Consejo Pontificio de la Cultura, ¿Donde está tu Dios?, Edicep, Valencia 2005, publicado en diversas lenguas: Dov’è il tuo Dio? Fede cristiana, non credenza e indifferenza religiosa, en Religioni e sette nel mondo 26 (2003-2004); Où est-il ton Dieu ? La foi chrétienne au défi de l’indifférence religieuse, Salvator, Paris 2004 ; Where Is Your God? Responding to the Challenge of Unbelief and Religious Indifference Today — ¿Dónde está tu Dios? La fe cristiana ante la increencia religiosa, LTP, Chicago 2004; Gdje je tvoj Bog? Kršćanska vjera pred izazovom vjerske ravnodušnosti, Sarajevo 2005.

[4] Cf. R. Remond, Le Christianisme en accusation, Paris 2000; Id., Le nouvel antichristianisme, Paris 2005.

[5] Además de los textos de la Plenaria 2004, cf. Consejos Pontificios de la Cultura, Para la Unidad de los Cristianos, Para el Diálogo Interreligioso, Jesucristo, portador del agua de la vida. Una reflexión cristiana sobre la Nueva Era, Ciudad del Vaticano 2003; también en las siguientes traducciones: Jésus, porteur d’eau vive. Une réflexion chrétienne sur le « Nouvel Age»; Jesus Christ the Bearer of the Water of Life. A Christian reflection on the «New Age»; Gesù Cristo, portatore dell’acqua della vita. Una riflessione cristiana sul «New Age»; Jesus Christus des Spender lebendigen Wassers. Überlegungen zu New Age aus christlicher Sicht.

[6] Benedicto XVI, Homilía durante la S. Misa en el Solemne Inicio del Ministerio Petrino, 24 abril 2005.

[7] Juan Pablo II, Carta a los artistas, 4 abril 1999, n. 3.

[8] San Agustín, De catechizandis rudibus, Lib. I, 4.7, 26.

[9] Juan Pablo II, Fides et ratio, 14 septiembre 1998, n. 103.

[10] Según Santo Tomás de Aquino, la claritas es una de las tres condiciones de la belleza. En las cuestiones sobre la Trinidad de la Summa Theologiae, al interrogarse sobre las propiedades de cada persona divina atribuye la belleza a la persona del Hijo: «Pulchritudo habet similitudinem cum propriis Filii — La belleza presenta una cierta semejanza con lo que es propio del Hijo». E indica las tres condiciones de la belleza para aplicarlas a Cristo: la integritas sive perfectio, la proportio sive consonantia y la claritas, Summa Theologiae, I, q.39, art. 8.

[11] Para una reflexión sobre la filosofía de lo bello y sobre la actividad artística, véase M.-D. Philippe, L’activité artistique. Philosophie du faire, 2 vol., Paris 1969-1970, con importante bibliografia. Para una reflexión teológica, véase también B. Forte, La porta della Belleza. Per un’estetica teologica, Brescia 1999; Inquietudini della trascendenza, cap. 3: La Bellezza, Brescia 2005, p. 45-55; Id., La bellezza di Dio. Scritti e discorsi 2004-2005, Cinisello Balsamo (Milano) 2006.

[12] Juan Pablo II, Fides et ratio, n. 83. Y añade: «Un pensamiento filosófico que rechazase cualquier apertura metafísica sería radicalmente inadecuado para desempeñar un papel de mediación en la comprensión de la Revelación».

[13] San AgustÍn, Confesiones, X, 27. Traducción Eugenio Ceballos, Espasa-Calpe, Madrid 1983.

[14] San Agustín, De musica, VI,13,38.

[15] H. U. von Balthasar, Gloria. La percepción de la forma, Encuentro, Madrid 1985, 22-23.

[16] «So perhaps that ancient trinity of Truth, Goodness and Beauty is not simply an empty, faded formula as we thought in the days of our self-confident, materialistic youth? If the tops of these three trees converge, as the scholars maintained, but the too blatant, too direct stems of Truth and Goodness are crushed, cut down, not allowed through - then perhaps the fantastic, unpredictable, unexpected stems of Beauty will push through and soar to that very same place, and in so doing will fulfil the work of all three?», Lección con ocasión de la recepción del Premio Nobel, Sitio Oficial de la Fundación Nobel:

Cfr. T. Frängsmyr- S. Allén, Eds.,  Nobel Lectures, Literature 1968-1980,  World Scientific Publishing Co., Singapore 1997.

[17] El Padre Davide Maria Turoldo (1916-1992), cantor de la belleza, recoge esta significativa afirmación de don Divo Barsotti: «¡El misterio de la belleza! Hasta que la verdad y el bien no se han convertido en belleza, la a verdad y el bien parecen permanecer, de alguna manera, extraños al hombre, se le imponen desde fuera. El hombre se adhiere a ellos, pero no los posee; exigen de él una obediencia que, en cierto modo, lo mortifica». De ahí la conclusión que extrae Turoldo: «La verdad y el bien no bastan para crear una cultura, ya que no parecen suficientes por sí solos para crear una comunión, una unidad de vida entre los hombres. Y puesto que la cultura es expresión misma de un desarrollo individual, de una cierta perfección ya alcanzada, se deduce que la cultura parece expresarse eminentemente en la belleza. La belleza es el fin de todas las cosas»: «Belleza», en Nuevo Diccionario de Mariología, Paulinas, Madrid 1988.

[18] El Papa Juan Pablo II ha recogido esta afirmación esencial en su Carta a los artistas, n. 11.

[19] San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 5. Cf. también, de Baudelaire: «La nature est un temple où de vivants piliers laissent parfois sortir de confuses paroles… — La naturaleza es un templo, cuyas columnas vivientes susurran a veces confusas palabras…», Ch. Baudelaire, Les Fleurs du Mal, 1857; Gerard M. Hopkins: «The world is charged with the grandeur of GodEl mundo está cargado de la grandeza de Dios», G. M. Hopkins (1844—89), Poems, 1918, n.7, God’s Grandeur.

[20] Aristóteles afirmaba que «en todas las cosas de la naturaleza hay algo maravilloso» (Las partes de los animales, I, 5). El estudio de la naturaleza y del cosmos ha desempeñado un papel esencial en la filosofía, comenzando por la de la antigua Grecia. En teología, la cosmología también ha constituido un elemento fundamental para comprender la obra de Dios y su acción en la historia. Piénsese, por ejemplo, en la visión del Pseudo-Dionisio Areopagita, con frecuencia recogida por la teología y la mística cristianas, así como la cosmología aristotélica que se injerta en el pensamiento tomista, hasta constituir una de las llamadas «pruebas de la existencia de Dios». También Emmanuel Kant reconocía la belleza del cosmos y su capacidad para provocar el asombro, cuando afirmaba, en la Critica de la razón práctica: «Dos cosas colman el ánimo con una admiración y una veneración siempre renovadas y crecientes...: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí».

[21] Cf. Juan Escoto Eriúgena, De divisione naturae 1.3; San Buenaventura, Collationes in Hexaemeron II.27.

[22] Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 22.

[23] Concilio Vaticano I, Constitución Dei Filius, Ch. 2, can. 1.

[24] Cf. Consejo Pontificio de la Cultura, Para una pastoral de la cultura, Ciudad del Vaticano 1999, n. 35.

[25] Cf. The Human Search for Truth: Philosophy, Science, Theology. International Conference on Science and Faith. Vatican City, 23-25 May 2000, Saint Joseph’s University Press, Philadelphia, USA, 2002; tr. it. L’uomo alla ricerca della verità. Filosofia, scienza, teologia: prospettive per il terzo millennio. Conferenza internazionale su scienza e fede, Città del Vaticano, 23-25 maggio 2000, Vita e Pensiero, Milano, 2005.

[26] San Buenaventura, Legenda Maior, IX.

[27] Catholic Bishops of Queensland, Let the Many Coastlands be Glad! A Pastoral Letter on the Great Barrier Reef, 8 de junio de 2006. El texto original en

http://www.catholicearthcareoz.net/pdf/ReefFullBooklet.pdf

[28] Juan Pablo II, Carta a los artistas, n. 12-13.

[29] Cf. Associazione Arte e Spiritualità, Sulla via della Belleza. Paolo VI e gli artisti, cuaderno n. 3, Brescia 2003, p. 71-76.

[30] Cf. D. Ponnau, in Forme et sens. Colloque de formation à la dimension religieuse du patrimoine culturel, École du Louvre, Paris, 1997, p. 20.

[31] Juan Pablo II, A los Obispos de Toscana, 11 marzo 1991.

[32] Catecismo de la Iglesia Católica. Compendio. Introducción. Libreria Editrice Vaticana, 2005.

[33] Consejo Pontificio de la Cultura, Para una pastoral de la cultura, n. 36.

[34] Juan Pablo II, Lettera agli artisti, op. cit., n. 12 e 8.

[35] San Ireneo, Adversus haereses, IV, 20.7.

[36] Cf. n. 17: «Arte y tiempo libre» y sobre todo el n. 36: «El arte y los artistas».

[37] Cf. La Carta circular de la Pontificia Comisión para los Bienes Culturales de la Iglesia, La Formación de los futuros presbíteros en el cuidado de los bienes culturales de la Iglesia, 15 octubre 1992; la Nota pastoral de la Conferencia Episcopal Regional de Toscana, La vita si è fatta visibile. La comunicazione della fede attraverso l’Arte (La vida se ha hecho visible. La comunicación de la fe a través del arte), Nota pastoral del 23 de febrero de 1997, y Ufficio Nazionale per i Beni Culturali Ecclesiastici - Conferencia Episcopal Italiana, Spirito Creatore, Nota pastoral del 30 de noviembre de 1997.

[38] Se multiplican los cursos de formación en las universidades católicas, como en la Facultad de Historia de la Iglesia y Bienes Culturales, de la Pontificia Universidad Gregoriana, o el Istituto de Arte Sacro y Música Litúrgica del Institut Catholique de París. Las revistas de inspiración cristiana afrontan cada vez más frequentemente este tema, como por ejemplo Arte Cristiana, de Milán, Humanitas, de Santiago de Chile. Aumenta el número de museos diocesanos, concebidos como verdaderos centros culturales católicos. Recientes publicaciones tratan de la via pulchritudinis y ayudan al lector a familiarizarse con el lenguaje del arte para una meditación espiritual: cf. M. G. Riva, Nell’arte lo stupore di una Presenza, San Paolo, Milano 2004.

[39] Padre E. von Gemmingen, responsable de la sección alemana de la Radio Vaticana, entrevista al Papa en su residencia estiva de Castelgandolfo, 15 agosto 2005. E. Bianchi se hace eco de estas palabras cuando exhorta a «saber anunciar la diferencia cristiana» como una verdadera respuesta a la indiferencia: «¡O el cristianismo es filocalía, amor a la belleza, via pulchritudinis, vía de la belleza, o no será! Y si es vía de belleza, sabrá atraer a sí también a otros a este camino que lleva a la vida que es más fuerte que la muerte, sabrá ser sequentia sancti Evangelii para los hombres y mujeres de nuestro tiempo», «Perché e come evangelizzare di fronte all’indifferentismo», in Vita e pensiero 2, 2005, p. 92-93.

[40] Juan Pablo II, Carta a los artistas, n. 5.

[41] Benedicto XVI, Homilía en la Solemne Conclusión de la XI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos del Año de la Eucaristía y Canonización de cinco beatos, 23 octubre 2005.

[42] Juan Pablo II, Vita consecrata, n. 109.

[43] P. Florenskij, Le porte regali. Saggio sull’icona, Milano 1999, p. 50.

[44] Card. J. Ratzinger, Eucaristia come genesi della missione. Conferencia magistral en el XXIII Congreso Eucarístico de Bolonia, 20-28 septiembre de 1997 en Il Regno, 1 nov. 1997, n° 19, p. 588-589.

[45] P. Claudel, «Ma Conversion», en Contacts et Circonstances, Gallimard, Paris, 11ss, apud L. Chaigne, Paul Claudel, poeta del simbolismo católico, Rialp, Madrid 1963, p. 47.

[46] Cf. T. Verdon, Vedere il mistero. Il genio artistico della liturgia cattolica, Mondadori 2003.

[47] H. U. von Balthasar ha percibido profundamente «en una paradoja insoluble el misterio de la belleza. En efecto, siempre lo que se manifiesta es, en su misma manifestación, lo que no se manifiesta... En la superficie visible de la manifestación se capta la profundidad que no se manifiesta, y sólo esto da a lo bello su carácter fascinante y subyugador, sólo esto asegura al ser su verdad y su bondad», Gloria, op. cit., p. 373.

[48] Cf. anche la Exhortación Apostólica post-sinodal Ecclesia in Europa, del 28 de junio 2003, n. 66-73; la Encíclica Ecclesia de Eucaristia, del 17 de aprile 2003; la Carta Apostólica Mane nobiscum, Domine, del 17 de octubre de 2004. G. Vecerrica, Diamo forma alla bellezza della vita cristiana. Lettera pastorale, Fabriano 2006.

[49] Cf., por ejemplo, C. M. Martini, Quale bellezza salverà il mondo? Carta pastoral 1999-2000, Milano 1999; B. Forte, Perché andare a messa la domenica. L’Eucaristia e la bellezza di Dio, Cinisello Balsamo 2004.

[50] Cf. Pontificia Academia Mariana Internacional, La madre del Signore. Memoria, presenza, speranza, Ciudad del Vaticano, 2000, p. 40-42.

[51] San Agustín, La Ciudad de Dios, XXII, 30, 5.

[52] Cfr. Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 22.

[53] Benedicto XVI, Homilía durante la S. Misa en el Solemne Inicio del Ministerio Petrino, 24 de abril de 2005.