ENTRE VERBO DIVINO Y CARNE MORTAL

Pabellón de la Santa Sede en la 56a. Bienal de Arte de Venecia

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g_ravasi_2 Cardenal Ravasi

    Era 1982 y el crítico literario canadiense Northrop Frye publicaba su ensayo The Great Code. La fórmula “gran códice” había sido acuñada casi dos siglos antes por el original y ecléctico personaje inglés pintor, poeta y grabador William Blake. A menudo usaba como “metatexto” para sus creaciones la misma Biblia, el supremo “códice” iconográfico y literario adoptado desde siglos por los artistas occidentales.

    Participando por vez primera en el Bienal de Arte de Venecia en 2013, la Santa Sede idealmente quiso hacer renacer este ligamen que se había roto el siglo pasado, generando un divorcio infecundo entre la búsqueda artística y ese “léxico” simbólico, narrativo y temático que eran las Sagradas Escrituras hebreo-cristianas (esta definición era, en cambio, del escritor francés Paul Claudel).

 

    “En el principio era el Logos / Verbo…”

    En la edición del 2013 a tres diversos artistas se quiso proponer como inspiración libre para sus creaciones el íncipit absoluto de aquél texto sagrado, los primeros once versículos del Génesis que ponen en escena la creación, la de-creación (el pecado y el diluvio universal), la re-creación con la entrada en escena de una nueva humanidad, de una nueva historia y de la salvación. Y bien, aquel inicio radical del ser y del existir en la Biblia fue confiado a un evento “sonoro” trascendente, a la Palabra divina: “En el principio dijo Dios: ¡Haya luz! Y hubo luz” (1,1.3). Ahora, en esta nueva presencia de la Iglesia católica en la Bienal, se pensó sugerir a otros tres artistas como germen para su libre creatividad otro íncipit, paralelo al del Génesis.

    Esto escande el inicio ideal del Nuevo Testamento en la obra de arte que es el prólogo del Evangelio de Juan. “En el principio existía el Logos, la Palabra… El Logos era Dios. Él estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por él…” (1,1-3). Hay, por tanto, un bere’shît, un “en el principio” (en hebreo) del Primer Testamento, y un en archê, un “en el principio” (en griego) del Nuevo Testamento: en ambos casos se trata de un inicio trascendente, cósmico e histórico en el que Dios destroza el silencio del nada y da origen al ser. Es lo que Miguel Ángel representó de manera admirable en la bóveda de la Sixtina, así como por siglos, antes y después de él, hizo una legión de artistas, no sólo con el pincel, sino además con las otras artes. Piénsese en esa obra de arte musical llamada Die Schöpfung, “La Creación” de Haydn con su prodigiosa generación de un celestial y solar Do mayor que sale del caos de una modulación sonora mezclada y confusa.

    Entonces, después de las paginas iniciales del Génesis, ahora hemos querido presentar a la lectura, a la escucha y a la emoción de los artistas precisamente las líneas sagradas que abren un Evangelio extraordinario, el de san Juan, “la flor de toda la Escritura, cuyo sentido profundo y riposto nadie podrá acoger plenamente”, como afirmaba en el siglo III uno de los primeros escritores cristianos, Orígenes de Alejandría de Egipto. Es arduo traducir literalmente ese término Logos inicial. Algo sabía el Fausto de Goethe cuando buscaba hacer las varias iridiscencias semánticas con el léxico alemán: ciertamente es Wort, “palabra”, pero es también Kraft, “potencia” eficaz y creadora: es incluso Sinn porque esa Palabra da “significado” a las realidades cósmicas y a los asuntos históricos, y es, en fin, Tat, “acto”, evento pleno y perfecto. En efecto, en la filigrana del Logos griego se filtra alusivamente el hebreo dabar, vocablo que designa contemporáneamente en la lengua de la Biblia la “palabra” y el “acto”.

 

    “El Logos / Verbo se hizo carne…”

    En el desarrollo de ese himno de apertura del cuarto Evangelio encontramos un ulterior versículo que se oye así: “El  Logos / Verbo se hizo carne” (1, 14). El axioma es paradójico para la cultura griega que veía incompatibilidad entre trascendencia e inmanencia, entre espíritu y cuerpo, entre el Logos infinito, eterno, puro y perfecto y la sarx, la carnalidad frágil, caduca, limitada, mortal. Y sin embargo, este confluencia “escandalosa” está en la base de la teología cristiana, cuyo corazón está precisamente en lo que viene definido como la Encarnación, la sarkosis en el griego primordial de los primeros autores cristianos. El desconcierto de un visión similar, que une estrechamente divinidad y humanidad en Jesucristo, que vincula absoluto y contingente, eterno y temporal, infinito y espacio, será la base de las primeras “herejías” cristianas: la llamada “gnosis” hará brotar una contaminación similar, exaltando la exclusiva espiritualidad del Logos divino contra toda mezcla con la existencia “carnal” humana.

    Y sin embargo, es precisamente de este encuentro de donde nace el arte cristiano: contra todo iconoclasmo, que consideraba idolátrica la representación de Dios, se celebra el “icono”, la imagen cristológica en la que el rostro humano se convierte en teofánico, es decir, epifanía del misterio divino. Esta unión “teándrica”, o sea, divino-humana, es sugestivamente cantada por un autor agnóstico como Jorge Luis Borges que, en una de sus poesías titulada precisamente Juan I,14, ponía en boca de Cristo esta sorprendente autobiografía del Logos/Verbo encarnado:

«Yo que soy el Es, el Fue y el Será

vuelvo a condescender al lenguaje,

que es tiempo sucesivo y emblema…

Viví hechizado, encarcelado en un cuerpo

y en la humildad de un alma…

Conocí la vigilia, el sueño, los sueños,

la ignorancia, la carne,

los torpes laberintos de la razón,

la amistad de los hombres,

la misteriosa devoción de los perros.

Fui amado, comprendido, alabado y pendí de una cruz».

 

    Para usar una expresión del escritor francés Charles Péguy, en el cristianismo “también el sobrenatural es carnal” desde cuando el Hijo de Dios se hace hombre que es, incluso “fruto de un vientre carnal” (en su obra Eva). Pero existe un corolario fundamental a la “encarnación” del Verbo. El Logos, en efecto, es por su naturaleza eterno e infinito, por eso, insertándose en lo temporal y en lo finito lo irradia radical, estructural y permanentemente. Por ello, toda “carne” humana produce en sí un resplandor de divino, cada cara humano es un reflejo del rostro divino. En esta línea se comprende por qué Cristo mismo declara también su presencia detrás del perfil miserable de un hambriento, de un sediento, de un extranjero, de un desnudo, de un enfermo, de un encarcelado, tanto que afirma: “Todo lo que hagan a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hacen” (Mateo 25, 31-46).

    Por tanto, se ha decidido proponer a los artistas del Pabellón de la Santa Sede de la Bienal de Arte 2015 además otra página de extraordinaria intensidad humana y fragancia espiritual, una de las al menos 25 parábolas de Jesús presentadas en los evangelios. Es quizá, la mejor interpretación narrativa de la afirmación “el Logos/Verbo se hizo carne”. La “encarnación” plena se debe buscar en la célebre parábola llamada del “Buen Samaritano”, conservada por el tercer evangelista, Lucas, un autor particularmente atento al tema de la misericordia y de la ternura de Jesús hacia toda carne enferma o persona que sufre, tanto que ha sido definido por Dante en su obra Monarquía como el scriba mansuetudinis Christi. Ahora presentaremos este ulterior texto que pusimos en las manos de los artistas para que libre y creativamente les provocase. Del cenit celeste y luminoso del Logos divino se precipita en el polvo y en la tiniebla del nadir de la violencia, del dolor y de la humanidad dolida.

 

    Un cuerpo herido y abandonado en el camino

    La parábola del Buen Samaritano (Lucas 10,25-37) está ambientada en una calle romana – aún reconocible hoy – que en una treintena de kilómetros conduce de los 800 metros de altitud de Jerusalén a los 300 metros bajo el nivel del mar donde está situada, en medio a un horizonte desértico y casi lunar, el espléndido oasis de Jericó. El relato tiene, sin embargo, un marco histórico concreto, unido a un encuentro que Jesús tiene con un representante del judaísmo oficial de entonces. En efecto, delante de él se levanta un nomikós, es decir, un “doctor de la ley” bíblico, un jurista, que interpela a Cristo con un cuestionamiento: “Maestro, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?” (10, 25).

    Los compromisos del judío observante para conseguir esa meta habían sido codificados por la tradición rabínica en 613 preceptos extraídos de la Biblia, 365 negativos (el número de los días del año) y 248 positivos, el número de los huesos del cuerpo humano según la fisiología antigua. Jesús responde citando dos pasajes bíblicos, ambos ligados a “amar”: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas” (Deuteronomio 6,5) y “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Levítico 19,18). El diálogo tiene un viraje en un posterior argumento del escriba: “¿Quién es mi prójimo?”. Una pregunta “objetiva” que el judaísmo resolvía en la base de una serie de círculos concéntricos de relaciones interpersonales muy limitadas: los propios familiares, el clan, la tribu, el pueblo de Israel, la Diáspora judía. Jesús responde recurriendo a una parábola que al final tiene una interrogación lanzada al escriba: “¿Quién ha actuado como prójimo?”. La inversión es evidente: en vez de interesarse “objetivamente” en la definición de prójimo, Jesús invita a comportarse “subjetivamente” como prójimo respecto de quien está en la necesidad y que de inmediato se da cuenta quién le es verdaderamente prójimo.

    Un viandante está recorriendo ese camino que baja entre los montes del desierto de Judá. Al improviso, sufre un ataque por parte de bandidos que “después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto” (10,30). Todavía en 1931 el obispo anglicano de Jerusalén fue asesinado por un grupo de peatones precisamente mientras estaba pasando por ese camino de Jerusalén a Jericó y no faltó quien supusiera que Jesús hubiera tomado inspiración de un hecho de crónica negra de entonces. La escena es, de cualquier manera, impresionante: un cuerpo sangrando, el silencio del desierto, la espera de alguien que le ayude a llegar a su destino. Aparece, finalmente, aún lejos, un sacerdote judío proveniente de templo de Jerusalén… Pero de inmediato la desilusión: “Dio un rodeo” en el camino. He ahí, otro caminante, un levita, es decir un partidario del culto judío. Y de nuevo la desilusión: también él “le vio y dio un rodeo” (10, 31-32).

    En fin, un tercer viandante, un “herético” samaritano, perteneciente a una comunidad que en la Biblia es llamada “el pueblo necio que mora en Siquén”, más aún “ni siquiera es un pueblo” (Eclesiástico 50,25-26). Y sin embargo, es solamente él quien se acerca y se dirige hacia el judío herido, su enemigo religioso y político, para ayudarlo. Jesús no se detiene en los particulares de los primeros dos, buscando explicaciones por su acto de omisión, motivado quizá por razones rituales (la sangre y la muerte hacían impuros a quien entrase en contacto con ellas y eso era relevante para un sacerdote y un levita dadas sus funciones y sus estatutos). Es curioso hacer notar que en el Talmud, la colección de las antiguas tradiciones judías, se afronta el caso contrario de un judío que encuentra por la calle a un samaritano o a un pagano herido: naturalmente no está forzado a prestar ayuda (‘Abodah Zará 26).

 

    Ser prójimo de quien sufre

    Jesús quita el legalismo que no conoce piedad y humanidad para salvaguardarse a sí mismo y se detiene, sí, en la figura-modelo del samaritano. Él auténticamente es “prójimo” del que sufre, sin preguntarse sobre quién será este “prójimo” por ayudar. “Se acerca” (10,34), sus entrañas se conmueven, como se dice literalmente en griego en el v. 33, su amor es operoso: venda las heridas, echando en ellas aceite y vino según los antiguos métodos de primeros auxilios, lo montó sobre su propia cabalgadura, lo baja sólo cuando llega a una posada, dos veces se repite la expresión “cuidar de él” (10,34-35) y contribuye también en los gastos sucesivos con dos denarios. Su amor es personal, subrayado en la original repetición del pronombre griego autos (él): “llegó junto a él, vendó sus heridas, le montó sobre su cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él… Cuida tú de él”.

    El sacerdote y el levita encarnaban la rígida sacralidad que separa del prójimo; el samaritano representa la santidad que se une al dolor para salvarlo. Por ello, una tradición antigua vio en el retrato del samaritano una imagen del mismo Cristo. En los muros de un edificio en ruinas, situado en ese mismo camino y llamado popularmente “el khan (posada) del Buen Samaritano”, un anónimo peregrino medieval grabó en latín esta inscripción “Si incluso sacerdotes y levitas pasan más allá de tu angustia, sabe tú que Cristo es el Buen Samaritano que tendrá siempre compasión de ti y en la hora de tu muerte te llevará a la posada eterna”.

    Más atenta al impacto que debía tener en quienes escuchaban a Jesús es la transcripción actualizada de la parábola realizada por un exégeta moderno, Vittorio Fusco: “Imagínate blanco racista y hasta quizá afiliado al Ku Klux Klan, tú que haces alboroto si en un local entra un negro y no desaprovechas la ocasión para manifestar tu desprecio y tu aversión, imagínate involucrado en un accidente carretero en una vía poco transitada y estar ahí muriendo desangrado, mientras que ves pasar un auto conducido por un hombre blanco que pasa y no se detiene. Imagina que en cierto momento fortuito pasa un médico de piel negra y se detiene para socorrerte…”.

    Es verdad que en la parábola aparece en todo su esplendor el mensaje cristiano del amor que invade muchas palabras de Jesús, a partir del apelo del Discurso de la Montaña: “Han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: amen a sus enemigos y oren por quienes los persiguen” (Mateo 5,43-44). Hasta llegar al testamento de la última noche de Jesús: “Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros. Que como yo los he amado, así se amen también ustedes los unos a los otros. En esto conocerán todos que son mis discípulos: si se tienen amor los unos a los otros” (Juan 13,34-35). También en un apócrifo, Evangelio de Tomás, Jesús repite: “Ama a tu hermano como tu alma. Protégelo como la pupila de tus ojos”. Contra la fría determinación objetiva del prójimo que merece o no el socorro, Cristo opone el “ser prójimo”, el actuar fraterno de frente a todos aquellos que están en el sufrimiento y que causan en sí la huella de lo divino porque todos son hijos del mismo Dios y hermanos del único Logos hecho carne.

Card. Gianfranco Ravasi